jueves, 11 de noviembre de 2010

Recuperar la felicidad del niño que fuimos

Salvo alguna experiencia altamente traumática, generalmente solemos recordar nuestra niñez como una etapa de extrema felicidad. Sin embargo, a medida que vamos “madurando” nos alejamos de ese estado de bienestar y nos convertirnos en seres no tan felices, e incluso, en muchos casos, más infelices que felices. Pero, ¿cuáles son las razones para que nos pase esto?

Sin duda somos la misma persona, nuestra esencia, nuestra humanidad, es la misma. También, estamos insertos en un mundo donde las cosas, más o menos, se mantienen igual a la de aquellos años felices. Comemos, reímos, lloramos, dormimos, jugamos, bailamos, peleamos, despedimos a seres queridos, recibimos a otros nuevos, etc. Pero entonces, ¿Qué cambio? Alguien podrá decirme: “bueno, los chicos no tienen problemas”. Pero eso no es cierto. Los chicos también tienen sus problemas: se enferman, se pelean, pasan frio, hambre, ganan, pierden, tienen objetivos (aunque sea un juguete), se frustran, se lastiman, etc. Por otro lado, tampoco resulta válida la afirmación y generalización de que los problemas de los adultos son más graves que los de los chicos. Todos son problemas y la gravedad de los mismos resulta ser una apreciación subjetiva del individuo que se enfrenta al mismo. Es por eso que frente a un mismo problema, podemos encontrarnos con personas que ni se inmutan y otras que se suicidan. La clave está en la forma de encararlos y es en ese plano en donde los chicos son nuestros maestros. Precisamente, unos de los rasgos que vamos perdiendo a medida que “crecemos” es esa seguridad típica de los niños frente a los problemas o dificultades. Ellos son seguros, transparentes, no se reprimen, tienen sus propias reglas. Si tienen ganas de reírse, ríen, si tienen ganas de llorar, lloran, si les gusta algo, lo piden, si no les gusta, lo rechazan y así sucesivamente. No están pensando y calculando constantemente si queda bien o queda mal, o si está bien o está mal. Sencillamente lo hacen y así son felices, ya que ni siquiera el llanto en ellos puede tomarse como señal de tristeza, sino más bien como una manera diferente de expresar sus sentimientos. Creo que Nietzsche, en cierta forma, apuntaba en ese sentido. El veía en los niños a ese “superhombre” al que debían evolucionar los individuos adultos: seguros de sí mismos, con su propia moral, sus propios principios. Es cierto que nos resulta dificultoso concebir una adultez sin el menor apego a ciertas normas de conducta y ajena a toda responsabilidad. Pero no estamos hablando de eso. Como adultos, al igual que los chicos, elegimos libremente nuestro camino en la vida, el cual, sin dudas, estará plagado de dificultades y desafíos. Sin embargo, es nuestra actitud frente a estas cuestiones lo que nos separa de una vida feliz de otra que no lo es tanto. En lugar de de amedrentarnos o avergonzarnos frente a los problemas, recuperemos al chico que tenemos dentro y enfrentémoslos con la misma seguridad con que lo hacíamos en nuestra infancia.

La vida es una sola, y muy corta, y aún cuando muchos de nosotros tengamos la firme esperanza de que continuara más allá de la muerte, eso no quita, de ninguna manera, que nuestro paso por la vida terrenal lo vivamos en total plenitud, como cuando éramos chicos.

2 comentarios:

  1. Si desde luego, tendriamos que hacer ese ejercicio constante de aprendizaje. gracias. Luciano

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  2. excelente mariano!! slds.

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