Por Mariano Álvarez
Doctor en Ciencias Políticas
@malvarezMGA
Durante este tiempo de recambio gubernamental parte importante del debate público giró en torno a la necesidad de levantar el cepo al dólar. Con acierto se la considera una medida importante para reconstruir una economía maltrecha como consecuencias de las políticas implementadas durante el kirchnerismo. Sin embargo, entiendo que el foco de atención debería estar puesto en el plano de lo político y no tanto en lo económico, puesto que el cepo al dólar es consecuencia directa de la insuficiencia de otro cepo, aquel que busca limitar el autoritarismo del que es capaz el poder presidencial en nuestro país.
Si algo hemos confirmado los
argentinos en estos doce años es que no basta con que se realicen elecciones
democráticas para que sus gobernantes ejerzan el poder en forma democrática. Si
bien las fatigadas instituciones republicanas resistieron el avance del
populismo y finalmente fue posible celebrar un recambio de gobierno en el marco
de lo establecido por la Constitución Nacional, lo cierto es que, parafraseando
a Winston Churchill, la aventura kirchnerista costó “sangre, sudor y
lágrimas”. Los muertos como consecuencia de la corrupción, el aumento del
narcotráfico, la falsificación de las estadísticas oficiales, el ataque a la
libertad de prensa, la embestida contra la justicia independiente, el
menosprecio a la oposición, el despilfarro de los recursos económicos y el
clientelismo político exacerbado, entre otras gravísimas anomalías, se explican
de alguna u otra forma a partir de un proyecto político que se pensó para
siempre y cuyo objetivo primordial fue acumular poder por la vía del conflicto
y la división nacional, cueste lo que cueste.
La desmesura creciente del ciclo
kirchnerista iniciado en el año 2003 nos puso al borde del autoritarismo, tal
como señaló acertadamente el presidente de la Nación, Mauricio Macri, en su
discurso frente a la Asamblea Legislativa. Los argentinos corrimos un alto
riesgo que no deberíamos volver a repetir y que ingenuamente creíamos haber
superado sin advertir que al igual que un virus sofisticado, el autoritarismo
tiene la capacidad de transformarse con el fin de seguir acechando la libertad
y el desarrollo.
En tiempos de esperanza por lo
que viene, pero también de balance por lo que pasó, es menester asumir esta
grave falencia de nuestro sistema democrático para actuar en consecuencia con
el fin de promover las reformas estructurales necesarias y evitar que un
gobernante elegido democráticamente se convierta en un autócrata, puesto que de
ello depende el futuro y evolución de nuestro país. Cometeríamos un grave error
si circunscribiéramos el problema a las personalidades autoritarias de los ex
presidentes Néstor y Cristina Kirchner. Precisamente, lo que se espera de las
instituciones republicanas es que garanticen el desempeño pleno de la
democracia independientemente de las virtudes republicanas de quien ocupe
momentáneamente el rol de presidente. Esta garantía fue la que se evidenció
insuficiente en todos estos años hasta el punto en que la ciudadanía debió
salvaguardar el sistema manifestándose en varias oportunidades para neutralizar
el objetivo hegemónico del “vamos por todo” mencionado públicamente por la
entonces presidente a principios de 2012. Fueron las masivas marchas populares
de aquel año las que produjeron un cambio en la legitimidad del poder y el
posterior resquebrajamiento del bloque oficialista, imposibilitando las
mayorías necesarias para materializar el proyecto de reelección indefinida en
curso.
La cuestión del inmenso poder que
nuestra Constitución Nacional pone en manos del presidente es un tema aun no
resuelto a pesar de la reforma constitucional llevada a cabo en 1994. Es
importante recordar que la Convención Nacional Constituyente de aquel año
intentó atenuar el sistema presidencialista introduciendo la figura del Jefe de
Gabinete. Sin embargo, los resultados fueron nulos puesto que el Jefe de
Gabinete carece de autonomía cierta, siendo en los hechos un mero delegado del
presidente, incapaz, por lo tanto, de oponer un mínimo contrapeso al mismo.
La necesidad de equilibrar el
poder presidencial en relación a los otros poderes del Estado sigue siendo el
“nudo gordiano” que debemos cortar para comenzar la transición a una verdadera
República en la que rija la división de poderes y la alternancia política como
condiciones necesarias e indispensables de una democracia plena y
enriquecedora. Con este objetivo y sin desconocer y minimizar las dificultades
inherentes a todo proceso de reforma constitucional, entiendo que puede
resultar fructífero y convocante iniciar este camino lo antes posible, lejos de
todo oportunismo electoral, aprovechando el impulso y la fuerza de cambio que
es propia de todo nuevo gobierno y que en el caso del actual lleva en su
génesis el mandato republicano.